Por Eneas Marrull

Como todo gran amor, mi primera carta de amor fue trágica. Hubiera podido ser escrita con sangre y terminar en llanto. Pero fue escrita con llanto y terminó en sangre.

¿Cuál es la diferencia? La comprenderán enseguida.

Yo estaba en el colegio, pero como corresponde a todo romántico bien nacido, me pasaba la Química leyendo a Bécquer, y la Física corrigiendo y mejorando los versos de Pablo Neruda. Y en el recreo, fiel a mis arrebatos, soñaba que era un sultán de Las Mil y una Noches, hasta que el envidioso del profesor me sacaba de un cocacho de esas fantasías memorables.

El único problema era que no tenía una musa que fuera objeto de todos esos sueños inmortales. Y así mis versos, eran del aire, e iban al aire, o al tacho de las cartas que nunca se enviaron.

Todo iba muy bien así, hasta que un malhadado día apareció por la esquina la Beatriz de este Dante enardecido y desconsolado. Era hermosa y reluciente y venía con aureola incorporada, perceptible sólo para mí, como las musas de todos los grandes amantes que ha podido parir este sufrido valle de lágrimas.

Esta diosa en uniforme de colegio me hizo entender qué cosa era pasar las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio. En esas afiebradas horas de insomnio pergeñé mi primera carta de amor, que fue también la última de mi etapa de colegial, debido a un infausto y accidentado acontecimiento que paso a relatar.

Temblando de emoción y de letra, corregí mil veces aquella desgraciada misiva, y la rehíce otra mil, porque las lágrimas desleían aquella tinta de espantosa calidad con que dibujaba mis nerviosos trazos.

Cuando al fin estuvo lista aquella pieza maestra, que desgraciadamente no figura en ninguna antología, porque fue rota en mil pedazos, fui hasta el balcón de mi amada, envolví una piedra con ella y la arrojé con todas las fuerzas de mi alma. ¡Desdichado de mí! Aquellos sentimientos líquidos, esencia y perfume de todos los amores del mundo, resumidos en unas cuantas palabras, cayeron con toda la solidez de la verdad, y el peso de la piedra, sobre la cabeza de una tía de muy malas pulgas.

Literalmente se me había ido la mano, porque cuando la terrible señora –que en mala hora pasaba por ahí- comprendió que el objeto que casi le raja el cráneo era una carta amorosa, aumentó su terrorífica furia: fue volando donde mi severo padre.

El resultado ya lo podrán imaginar. En mis tiempos esas cosas se castigaban con la pena máxima. Y si no acabé en la morgue fue sabe Dios por qué milagro. Me cayó tal cantidad de palos que es válido decir, como dije al inicio, que esa carta fue escrita con llanto y terminó en sangre. Caretas 10 febrero 1992